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EMPEZANDO EL CAMBIO

            Lo primero que tuve que investigar cuando me confirmaron mi diagnóstico de celiaquía fue sobre los alimentos que contienen gluten.  Y aprendí que está presente en muchísimos productos que ni nos imaginamos. Por ejemplo: fiambres, salsa de soja, caldos industriales, saquitos de té, aderezos, helados, golosinas.  Todo el mundo me decía: “Vas a ver que cuando empieces la dieta sin gluten vas a sentirte bárbara otra vez.”  Pero comencé la dieta y me seguía sintiendo mal, no podía digerir la comida, tenía reflujo, ardor, perdía peso, estaba anémica y débil.  Los resultados de una densitometría indicaron que tenía osteopenia (un paso previo a la osteoporosis) y a todo esto se sumaba que no podía dormir de noche, me acostaba agotada y me despertaba de madrugada sin poder volver a dormirme.

            Así empezó mi “rally” por diferentes médicos y nutricionistas que mi entorno me iba recomendando. Incluso una psicóloga, ya que al verme tan mal todos intentaban darme una mano. 

            Las personas que nos enfrentamos con estos diagnósticos, tenemos que hacer frente a todo tipo de obstáculos. Uno de ellos, y no el menos complicado, es el cambio en nuestra vida social.  Enfermedades como la celiaquía, aunque muy comunes, son desconocidas por la mayoría de las personas en cuanto a qué implica. Por ejemplo, el peligro de la contaminación cruzada: al principio, incluso mi propia familia pensaba que estaba exagerando cuando yo pegaba un grito si alguien tomaba mis cubiertos para cortar el pan, la milanesa, las papas fritas. O cuando alguien hacía un asado y ponía el pan en la parrilla al lado de la carne, el pollo o las verduras que yo iba a comer. 

            Una anécdota: en una de mis primeras salidas con amigas a tomar el té después de mi diagnóstico, llevé un snack de arroz sin gluten y una de mis amigas insistía con que yo probara una tarta de manzana: era casera, me decía, y tenía muy poca harina. Le agradecí, pero le expliqué que mucha o poca, yo no podía comer nada de harina. Ella entonces separó el relleno de la masa y me lo volvió a ofrecer.  Respiré hondo y le expliqué que no podía comer lo que me estaba dando porque al tomar contacto con la masa, el relleno tenía gluten. Me sentí muy mal, porque seguía insistiendo.  Y me fui apenas pude.

            Pero con el tiempo, aprendí a “educar” a las personas, a no sentirme incómoda y a que no se sientan incómodos quienes me rodean cuando, por ejemplo, pregunto todos los ingredientes de un plato en un restaurante.  También aprendí que lo mejor y más fácil para mí es llevar mi propia comida, pero me costó mucho acostumbrarme a ocuparme de antemano. Una persona celíaca no puede ir a cenar a casa de nadie sin tener pensado qué va a comer,  los anfitriones  no saben qué cocinar o sienten que no tienen nada para ofrecer.

             Por eso, un consejo si  alguien de tu familia o amigos tiene intolerancias alimenticias: nada hace sentir mejor a una persona que padece estos problemas que sus seres queridos se tomen el tiempo de preguntar qué puede comer o contarle qué se va a servir en la mesa. Es un detalle que los que sufrimos algunas de estas enfermedades valoramos inmensamente.